Minutos de silencio

Por Jesús Ruiz Nestosa (*)

Al aproximarse estas fiestas de fin de año, un periódico español, juntamente con su edición ordinaria, trajo un suplemento, voluminoso, por cierto, de todo aquello nuevo en torno a la comunicación de computadoras y teléfonos adecuados para convertirse en uno de los forzosos regalos de la época.

celulares 27-12-13Para una persona poco familiarizada con el tema, como yo, la cosa se volvía comprensible hasta la tercera o cuarta página. Las sesenta restantes se convertían en un catálogo de términos y objetos fuera de toda comprensión.

Tuve que recurrir a la sapiencia de mi hijo para que me explicara de qué se trataba todo aquello. Resultó ser muy fácil: eran artilugios que permitían a cualquier persona poder estar conectada las veinticuatro horas del día, sin un solo segundo de interrupción, estuviera donde estuviese, desde los picos de las altas montañas hasta las regiones más bajas y desérticas del planeta. Fue entonces cuando se me planteó la siguiente pregunta: ¿Para qué querría yo estar conectado las veinticuatro horas del día así me encontrara en las semieternas cimas nevadas de la Peña de Francia o en las ardientes simas del desierto de Atacama? Lo más probable es que estaría buscando en tales extremos, de no encontrarme justamente conectado con nadie; de poder disfrutar de un momento de silencio; de no correr el riesgo de que el supermercado donde hago las compras me mande un mensaje anunciándome las ofertas que no puedo perderme (como lo hizo en más de una oportunidad, a las 2:30 de la madrugada) y muchas otras historias similares que ilustran algunas de las imperdibles ventajas de estar conectados las veinticuatro horas del día.

Este placer, esta necesidad de poder estar solo en algún momento del día, este placer y necesidad de poder disfrutar del silencio ha pasado a ser una práctica exclusiva de los viejos. Lo que vemos, en cambio, es a los jóvenes y, desde hace un tiempo, también a gente de mediana edad que van con los auriculares puestos y el teléfono en la mano, los ojos clavados en la pantalla, tecleando con avidez mensajes que se envían a destinatarios que, curiosamente, no acostumbran a estar muy lejos. A veces, al otro lado de la mesa que comparten en la cafetería siempre y cuando el verbo “compartir” posea un significado distinto al que solíamos darle antiguamente, antes que aparecieran y se popularizaran estos artilugios para comunicarse. ¿Para comunicarse o para destruir la comunicación?

Se pueden alegar decenas de argumentos en contra de esta idea y defender lo que habitualmente se encasilla dentro del ambiguo e incierto rótulo de “el inevitable progreso”. Lo que no se puede discutir es que todos los seres humanos necesitamos, en algún momento del día, un descanso, un paréntesis de silencio en el que se nos esté permitido escucharnos a nosotros mismos. Entre esos muchos temas tendremos que decirnos cosas desagradables, otras serán buenas, otras placenteras y las habrá también dolorosas. De no hacerlo así, en medio de tanto aturdimiento, se corre el peligro de que terminemos siendo unos extraños frente a nuestro propio ser interior.

En un libro de Ray Bradbury había un cuento en el que todos los habitantes de una ciudad llevaban encima una pequeña caja negra a través de la cual sus movimientos eran controlados, dónde estaban, a dónde iban, mientras recibían mensajes continuamente. Comentando el libro con un amigo le dije que, de todos los relatos, el que no me había gustado era ese, pues me parecía muy fantasioso y exagerado. ¿Cómo podía imaginarme entonces que justamente ese cuento era el que iba a hacerse realidad en un plazo de tiempo relativamente corto?

La enorme facilidad que la tecnología ha abierto en las comunicaciones y la proximidad que ha creado con personas con las que dentro de otras circunstancias no nos pondríamos en contacto nunca, y el deslumbramiento que nos produce esta tecnología, nos ha hecho olvidar al principal y más valioso de nuestros interlocutores: nosotros mismos. Tendríamos que recuperarlo juntamente con la valorización del silencio.

(*) jesus.ruiznestosa@gmail.com  (abc.com.py)

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